Pasé
mi mano húmeda por el pelo mojado de Felipe. Un cosquilleo lento se me metió en
la palma, como pequeñas púas tibias. Felipe infló su vientre y lo vació como
aire marino. El olor a lluvia se hacía aire en la habitación. Su hocico estaba
frío, su piel de animal acuático se dilataba entre la baba que formaba un río quieto hasta el
suelo. Acaricié a Felipe y sentí una ola de aliento a hojas secas. Temí su
ausencia inmediata. La música de su vientre salía con forma de llanto pequeño,
como si un canto a lo lejos vaticinara al viento.
Escuché
su ladrido a lo lejos, en las profundidades de sueños ajenos. Pegué mi nariz a
la suya, como quien pretende ingresar en los lugares infinitos. Me hundí en sus
ojos dormidos, lo acompañé hasta el umbral
y creció una flor en su garganta.
Analía Rodríguez Borrego