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Helicón... Taller de exploración de la palabra. Surgió en el Taller de Arte de Diag. 73 Nro 2065 como un espacio de lectura y escritura grupal. Se transformó en otro espacio de intercambio de alegría, escritura, lectura y anécdotas de 7 mujeres con ánimo de "decir". Y para decir al mundo, nace este lugar que da vida y se nutre de comentarios y textos del Taller con el afuera. Integrantes: Victoria Guzner Delia Urretaviscaya Patricia Cuscuela Patricia Crescenzo Mariana Quintana Lorena Rodríguez, Alicia Canutti, Mabel Nuñez y una especie de guía, quien escribe esta presentación: Analía Rodríguez Borrego. Bienvenidos!!

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jueves, 29 de diciembre de 2011

Compás de espera, de Patricia Crescenzo



Clara abrió sus ojos aunque se resistía a hacerlo,  como una tonta forma de no querer darse cuenta  de la realidad que surgiría ante sus ojos,  nuevamente. Lo hizo despacio y la silueta de Mario apareció poco a poco, clavó sus ojos en él y no necesitó preguntar nada. Esa sensación de vacío ya conocida se apoderó de ella.
Todo empezó diez años antes,  cuando ya había pasado  el tiempo prudencial   de espera , según el criterio del  médico especialista, quien había sido  consultado ante el deseo de concretar un embarazo tan ansiado por ellos.
El especialista había sido bien claro en sus conceptos,  estudios clínicos y de laboratorio para los dos integrantes de la pareja, y trabajar sobre la ansiedad como elemento fundamental.  "La cabeza de la futura madre no debe jugar en contra de este proyecto". Ahí fue cuando se gestionó la idea que a parte del trabajo, y de recorrer Hospitales y consultorios, Clara empezaría a realizar talleres de plástica y pintura, actividades éstas que siempre le habían gustado y que en este momento ayudarían siendo un cable a tierra. 
Un cable a tierra para palear la tristeza, la terrible espera, la soledad en la cual se sumaba mes a mes, contando así 120 meses de decepciones continuas.
No hubo un solo día de estos señalados en forma mensual,  en que la ilusión no se hiciera llegar en forma concreta, para después dar espacio a la decepción de la noticia que no llega. Sin caer en el desánimo recorrieron innumerable cantidad de especialistas que los veían  con una mirada alentadora,  mientras repetían estudios  y tratamientos sin fin. Al principio,  al salir de los diferentes consultorios,  hacían comentarios de todo tipo dándose  fuerza uno a otro, confianza, trataban  de ir preparándose  para afrontar lo que venía con la valentía de quien no se deja caer en el desánimo o en la autocompasión. Y pasaban los meses a los cuales siguieron los años, y en Clara lo que nació,  fue una  rabia hacia el fuera,   no se conformaba, se sentía viviendo en una sociedad fértil y que ella era la única que no podía concebir un hijo.
En Mario el sentimiento era distinto,  él no necesitaba un hijo para ser feliz con Clara, es más, hubiera querido no tener que pasar por todos esos tratamientos,  pero como decirle que no a su esposa.  La sentía atravesar por diferentes estados de ánimo,  quería ser su soporte emocional pero se daba cuenta de que la mayoría de las veces no lo conseguía. Se preguntaba que había sido de la mujer sonriente que conoció en la facultad años atrás, la que se llevaba el mundo por delante.  Mes tras mes se sumaba a este compás de espera,  deseando que no se notara su desesperanza, no permitiéndose perder el control.
Luchando con sus sentimientos encontrados,  fue que le planteó a Clara su necesidad de terminar con todo esto. Vio una vez mas una sombra en los ojos de su esposa, quien le pidió implorando solo una última vez.
Y así lo hicieron,  otra fertilización asistida que vino de la mano de  un  embarazo  y  de una   alegría no exteriorizable,  porque había que esperar, no hacerse ilusiones todavía,  hasta  que un fuerte dolor abdominal indicó que la pausa a este sufrimiento  emocional había concluido.
Clara extiende sus manos en busca de las de Mario, quien le ofrece una sonrisa hueca,  queriendo reconfortarla de alguna manera.  Ella tira de él y lo abraza.
Le susurra en su oído que la perdone, que no sabe en qué momento dejó de ser feliz con lo que tenía,  persiguiendo lo que deseaba. Le preguntó si todavía la amaba.
Él le respondió que sí con los ojos humedecidos y sellaron con un beso cálido este momento de  pérdida irreparable, sabiendo que a partir de ahora, la vida los encontraría unidos a pesar de los innumerables sinsabores del destino. 



Entre el Angelus y las Vísperas, de Patricia Cuscuela



   Aún flotaba en el aire el último golpe de badajo sobre la campana mediana del Angelus cuando un hombre y una mujer entraron a la catedral. No iban juntos, la casualidad quiso que coincidieran en tiempo y espacio, tal vez en intenciones. Los dos se dirigieron hacia el ala derecha, poblada de imágenes, cada una con altares individuales,  ebúrneas tarimas  para la oración devota de pedido o agradecimiento.
   Sobre el ala izquierda un grupo de personas, probablemente turistas, acompañados de un guía, admiraban los frisos realizados en madera bruñida que, representando estaciones del vía crucis,  rematan las columnas que delimitan  la nave central del templo.
   La mujer se detuvo ante la imagen de San Pantaleón, tocó sus pies y se persignó mientras se prosternaba en la tarima que sostenía el pedestal.
   El hombre, que avanzaba detrás, se adelantó  con paso decidido hincándose en el primer banco. Allí se quedó inmóvil un rato. Parecía rezar.
   Un escolano que aprestaba un altar secundario para el próximo oficio, apoyó la limosnera sobre la pila  bautismal ubicada en un extremo del transepto y encendió un cirio. El altar principal, destinado a los oficios de fin de semana o de fiestas de guardar, está en penumbras.
   La mujer vuelve a persignarse y se levanta, interrumpiendo su plegaria a San Pantaleón para adelantarse. En su rostro se dibuja una mueca de sorpresa o tal vez de desagrado al ver al hombre, ahora sentado  como a la espera y se pregunta cuánto tiempo más permanecerá el individuo en ese lugar.
   El guía ensalza la magnificencia del fresco de estilo bizantino que corona la cúpula principal,  pintado en 1747… la mujer sabe que es la última parte de la visita guiada. Ya lo ha escuchado otras veces.
   El sacristán que se había retirado un momento vuelve a entrar con un ramo de hemerocallis  de suave color  te y las ubica en  un copón de cristal de finísimo tallado. Se dirige hacia la entrada, mientras mira con disimulo a la mujer que se pasea nerviosa sin decidirse a ocupar un lugar.
   El hombre oye crujir el banco a sus espaldas y con el rabillo del ojo ve a la mujer  abrir el misal. La muy pilla dio vueltas hasta que logró ponerlo nervioso. Es el momento, piensa. Ve alrededor y la catedral está vacía. Se levanta y caminando muy lentamente se aproxima a la pila de bautismo. Allí, con un  un rápido movimiento, semejante a un zarpazo, se apodera del terciopelo morado y entonces corre, cruza la nave central sin tiempo para la señal de la cruz y se dirige hacia la puerta de la izquierda.
   La mujer acorta camino entre los bancos, alcanza a persignarse cuando cambia de ala. Es casi una gacela deslizándose en zigzag diagonal dentro del templo y lo alcanza. El hombre está como atontado por el golpe en la cara cuando la mujer le arrebata de las manos la limosnera. Ella sabe que entre el Angelus y las Vísperas el sacristán pone llave a  la puerta izquierda. Sigilosa, hace un nudo con la sobrefalda, vuelca en su regazo el contenido de la bolsa y la deja, vacía, al lado del hombre que, perplejo, no atina a otra cosa que a observarla.
   La mujer se santigua nuevamente y sale de la catedral como si nada, mientras las campanas echan al vuelo las Vísperas.

Patrcicia Cuscuela

En el micro, de Victoria Guzner


Esto que les voy a contar sucedió hace aproximadamente un año y así como vino se fue, por eso es que ahora puedo contarlo.
Subí al micro como todos los días para ir a trabajar. Saqué el boleto y me senté en uno de los pocos asientos desocupados que había. Me instalé cómodamente y me dispuse a disfrutar el pequeño viaje. Me gusta mucho viajar. Me encanta mirar por la ventanilla los jardines y las casas tratando de adivinar qué pueden estar haciendo las personas que las habitan. Me los imagino desayunando, vistiéndose apresurados para ir a trabajar, encarando la limpieza de la casa o el lavado de la ropa, tal vez la preparación temprana de un buen tuco así está listo para cuando regresen todos a almorzar. Observo también a los comerciantes preparando sus mercaderías ¿tendrán buenas venta en el día de hoy? En cada parada me fijo en la gente que sube. Miro sus ropas, su actitud. ¿A dónde irán? ¿Tendrán una buena vida? ¿Alguien los ama? Y así pensando en todas esas cosas el viaje transcurre muy rápido.
Ese día iba sumida en mis pensamientos. No podía dejar de pensar en mi vecina, pobrecita, su hija estaba muy enferma. Una brusca frenada me sacó de mi ensimismamiento. Una señora subió al micro. Primero habló unas palabras con el chofer y luego, con voz clara y fuerte preguntó: ¿Teresa estás aquí? Sí, respondí sorprendida, soy yo. –Bueno, vení conmigo por favor, necesito que pruebes el tuco, me parece que le falta sal. Intrigada, sorprendida, asustada y no sé cuántas cosas más comencé a incorporarme pero de inmediato me encontré en una cocina con la señora que había subido al micro. Me ofrecía un trozo de pan embebido en tuco y pinchado en un tenedor. Me llevé el trozo de pan a la boca, lo mastiqué e instantáneamente retrocedí en el tiempo. El sabor del tuco era increíblemente parecido a aquél que hacía mi abuela y que como esta señora me lo daba a probar en un trozo de pan. Un retazo de mi infancia acudió a mi memoria. La abuela, el olor del tuco, la casa grande, mis hermanos, los enormes paraísos que florecían en primavera. Quise comentarle a la señora todos mis recuerdos y cuando apenas comenzaba a articular la primera palabra estaba nuevamente en mi asiento. Miré a mi alrededor, todo parecía normal. Me quedé dormida, pensé, pero todo había parecido tan real que tuve mis dudas. ¿Alguien puede imaginarse algo tan extraño como lo que me había sucedido? No pude pensar en otra cosa en todo el día. A la mañana siguiente, con bastante temor, me senté muy erguida en mi asiento para no dormirme. Pero nada sucedió ese día ni los días subsiguientes. El episodio quedó guardado en mi mente como una ensoñación producto tal vez del cansancio. Ya casi no lo recordaba cuando otra vez el micro frenó de golpe, subió un señor, habló con el chofer y luego preguntó: ¿Teresa estás aquí? No respondí, sólo comencé a incorporarme y como sucedió anteriormente me encontré fuera del micro pero esta vez en una ferretería. – Ud. se preocupa mucho por mí, me dijo el ferretero, pero para su tranquilidad le cuento que no me va tan mal, podría ir mejor pero en este país un día estamos bien otro estamos más o menos, en fin, no puedo quejarme. Y ya que está le pregunto ¿la vidriera se ve bien desde el micro? S…s…sí quise contestarle pero nuevamente estaba en el micro sentada muy erguida en mi asiento. A mí alrededor todo estaba normal. Cuando apenas pude salir de mi asombro me di cuenta que me había pasado dos paradas. Tiene que ser el cansancio, no encuentro otra explicación. Para no aburrir, les cuento que a los 15 días aproximadamente sucedió exactamente lo mismo con la señora que limpia la casa y lava la ropa.
Para ser honesta la situación no sólo no me asustaba sino que me agradaba. Durante el viaje, por algunos instantes estaba probando un exquisito tuco, o ayudando a alguien a arreglar una vidriera, le alcanzaba el trapo de piso a la señora que limpia, conversaba con los que subían: ¡Hola Teresa! Me decían, y me contaban adónde iban, quien los amaba y demás. Me acostumbré a convivir con todos ellos. Los viajes en micro eran cada vez más placenteros. Pero…dicen que lo bueno dura poco y así fue como un buen día mis amigos de viaje dejaron de venir, no subieron más al micro. Cada día pensaba más intensamente en ellos mientras viajaba, pero nada, no venían al micro. Buscaba ansiosamente en cada pasajero a aquellos que me contaban sus cosas. Miraba fijamente por la ventanilla la vidriera de la ferretería, Pero nada. Nadie venía al micro. Tampoco venía la señora que limpia la casa ni la que hace el tuco. Nadie venía al micro. Y yo los quiero ver en el micro porque, sinceramente, cuando llego a casa por la tardecita, cansada del trabajo, con ganas de cambiarme de ropa y ponerme cómoda a tomar unos mates en silencio después de aguantar a tanta gente hablando todo el tiempo, están todos ellos ahí, los del micro, esperándome, ansiosos por conversar conmigo. Con un hilo de voz y con cierto fastidio les pregunto: ¿Cómo están? -Muy bien, responden, estamos aquí imaginándote.
                                                                                      Tovanda
                                                                                  Victoria Guzner

                                                                                      Tovanda
                                                                                  Victoria Guzner

Despidiendo a un amigo, de Delia Urretaviscaya

Lugar: un campo cubierto de doradas espigas mecidas por el viento, se inclinan, se tocan, se elevan como un dorado mar siguiendo su  ritmo musical que solo ellas escuchan.
El terreno está dividido por una franja angosta de tierra. De vez en cuando una nube de polvo se eleva como una pluma queriendo gravar, pero lentamente vuelve a depositarse en el terreno.
Hora: El sol del atardecer envía una suave y dorada luz, embelleciendo las mieses, saben que vendrán las sombras a empujar su luz a otros mundos. Pero aún no…espera.
Todo lo que sus rayos alcanza, cobra una inefable placidez. Hoy el sol no tiene voluntad de explotar en múltiples resplandores cromáticos, como escribe casi a diario en su ocaso. ¡No! Hoy quiere sumarse al suceso a ocurrir.
Suceso: Un auto aparece despacio por el camino entre los trigales. Se detiene. Baja un joven, hermoso, de fuerte contextura, la tez curtida, bronceada. Los hombres de campo conocen la calma de la espera, siempre espera; esperar para sembrar, para ver crecer, ver madurar, que el tiempo ayude, y así siempre. Abre la puerta trasera y ayuda a bajar a un gran viejo perro negro con palabras cariñosas. El animal no se encuentra bien y gime. A simple vista se ve que sufre mientras baja con inseguros pasos. El joven lo ayuda, caminan y se sienta contra las mieses, negro se echa a su lado y apoya su cabeza en las rodillas del joven. La tristeza del joven es visible. Acaricia a Negro y comienza a hablarle.
¡Negro! Lo que quiero es ayudarte, ayúdame tú. ¡Vamos! Llena tu cabeza de recuerdos, cuando cachorro me has comido decenas de zapatillas, has roto todas las patas de las mesas y sillas. En veinte años juntos hemos pescado días enteros, dormido bajo árboles. Has sido mi acompañante en el tractor, en el auto, en el carro. Hemos corrido a orillas del mar, por el campo, siempre ganabas, siempre amándonos. Te aman todos en casa, por eso te he traído acá, para que juntos recordemos. Llena tu cabeza de imágenes, Negro, da un gruñido de asentimiento.
El joven saca de su campera una jeringa y la aplica al animal con una mano y con la otra quiere tapar los ojos del Negro, pero él, en un último esfuerzo le quita la mano, dirige al joven una mirada en la que condensa todo su amor. El joven lo abraza largo rato llorando como solo los fuertes pueden hacerlo. Negro queda inmóvil.
El sol ha visto lo suficiente y permite que las sombras imperen desdibujando la imagen.

Delia Urretaviscaya


Ir en busca de un tesoro, de Mabel Nuñez

En esa cárcel, en ese calabozo de paredes ruinosas, cubiertas de moho y plagado de alimañas, donde un foco de luz en el pasillo lo mantenía en una
eterna penumbra, se amontonaban como racimos de uvas, los presos cuyo único delito había sido el ser disidentes del régimen dictatorial reinante en su país. Hacinados en ese cubo de cemento, estaban reducidos a condiciones   de esclavitud, que sistemáticamente los iba convirtiendo en seres despersonalizados, quebrantados física y mentalmente, carentes de voluntad
y sentimientos, los mas débiles habían llegado a adquirir el llamado Síndrome de Estocolmo, demasiado cercano a la locura, justificar inconcientemente a sus carceleros y verdugos.
De los 15 hombres que habían llegado a esa celda, quedaban solo 10 despojos de lo que alguna vez fueron, los restantes fueron retirados, arrastrados ya sin vida ante la mirada obnubilada de sus compañeros, incapaces de experimentar aflicción o compasión.
Uno de ellos, Alfredo, a pocos días de su encierro ya había tomado cabal conciencia de lo que ese destino le depararía y tomó la firme decisión de no dejarse vencer, recurrió a su imaginación, relajaba su cuerpo maltrecho, cerraba sus ojos y se dirigía hacia el sol naciente, a lo lejos estaba el mar y sus pies corrían hasta sentir la tibia arena, subía a los médanos, mas allá estaban las olas rompiendo furiosas contra las rocas, en la playa se internaba en el agua, observaba el vuelo de las gaviotas planeando sobre la inmensidad de ese cielo, cuyo color cambiaba según el capricho de su ensoñación.
Una mañana al ver sucumbir a otro de los desdichados y sentir un nudo en su garganta, cambió su estrategia, ya no usaría su imaginación para evadirse
de la realidad, lo haría para encontrar la mejor forma de ir en busca de un tesoro, el más valioso y preciado de todos ¡la libertad!, prefería morir en el intento antes que renunciar a ella perdiendo lo único que le quedaba, un poco de dignidad.
Era una cárcel de alta seguridad, Alfredo no lo logró, ya frente al pelotón de fusilamiento, vendados sus ojos, pudo ver el arco iris, corrió hacia el lugar donde éste terminaba y halló su tesoro al tiempo que las armas escupían fuego.


         
                                                         MABEL

La curva, de Mariana Quintana




La curva era casi perfecta, podría decirse que eso, sin mirar, nadie lo hubiera podido lograr. Lograr, palabra que en el diccionario se define como conseguir, obtener y más allá que Alberto lo hubiera pensado, esa palabra no conseguía definir lo que hace tanto quería hacer pero que no se animaba.

-         Eso lo hacen los cobardes, respondía Mario cuando le contaban lo sucedido. Y no es que lo juzgue, no, nada de eso, simplemente es lo que pienso.

La arrogancia era uno de los peores defectos de este amigo con quien Alberto o Tito, como lo llamaban sus allegados, compartían largas charlas entre alcohol y cigarrillos. - Má qué cobarde y ocho cuartos, gritaba Pedro qué, con tantos años de angustia y unas copitas de alcohol, podía llegar a entender lo que Tito había hecho.

Dicen los que saben y los que no también, que la muñeca es uno de los lugares estratégicos para los que no quieren contar más el cuento. Así lo escuchaba, cada día que se sacaba el tema “Tito y la curva perfecta”, me resultaba un tanto irónico el nombre que le daban a la conversación; por qué más bien no hablar de “Tito y la privación de su juicio”, de “Tito y la acción inconsiderada” o quizá y, aunque parezca más alegre, “Tito y la exaltación del ánimo”.

La palabra “locura” causaba estupor en toda la gente del barrio, especialmente en el Bar, donde se juntaban todos los viernes. Se consideraba que tener un amigo con problemas psiquiátricos era una locura, valga la redundancia. Tenían miedo al “qué dirán”, los enfurecía cuando alguno andaba hablando por lo bajo, las risas ya no eran compartidas y una temporada de malestar y angustia los rodeaba casi sin poder despegarla de ellos.

Se hacía tarde y era viernes. Otro día que Tito no venía y que Francisco insistía en que su ausencia se debía a que “estaba curando a la muerte”. No entendíamos a qué se refería con eso, pero lo que sí sabíamos es que Panchito era un poeta incurable. Nuestras reuniones eran así, hablábamos de mujeres, del trabajo, de nuestra literatura favorita y, de vez en cuando, Tito que te recitaba un poema de Neruda o Machado al compás del tarareo de alguna melodía de Serrat interpretada por Pedro cuando estaba por la quinta copa de jerez.

Rara vez charlamos sobre los sentimientos, Francisco solía hacer hincapié que no exteriorizarlos podía ser peligroso.

            - Peligroso sí, riesgoso tal vez, murmuraba Tito mientras su dedo rozaba su barbilla y quedaba con los ojos perdidos. – A este lo sacudo y que se despabile de una vez, su angustia incesante me resulta un fastidio, refería Mario cuando veía que la conversación y gestos de Tito se convertían en un suplicio.

- El que avisa no traiciona, repetía Pedro a los gritos cuando iba para el baño, dejaba la puerta entre abierta y los observaba mientras orinaba.

¡Qué terrible fue enterarnos así!, uno queda frágil, endeble. – Y eso que les había avisado o mejor dicho NOS había avisado, pero resulta tan difícil ponerse del lado del otro. Preferimos sacarnos de encima los problemas ajenos que hacer algo por remediarlo, insistía Francisco moviendo la cabeza de un lado a otro con gesto resignado.

-         Quería adelantarse, acelerar el acto justificándose que no hay esperanzas, solo cree ver sufrimientos a su alrededor; se quejaba Mario con sentimiento de culpa por no comprender cómo no se había dado cuenta antes.

Pero Alberto, nuestro Tito, había zafado. Era tarde para lamentarse pero adecuado para remendarse.

La curva era casi perfecta pero Tito sabía que ésta era su segunda oportunidad.


 Mariana

Cómo matar al intermediario, de Hernán Casciari

En este relato es posible descubrir la fuerza que impulsa la palabra cuando tiene la imperiosa necesidad de ser dicha. En los Talleres de Escrituras Creativas La Plata, esto forma parte de la creatividad del esr humano por salir a "ser" a través de la palabra.

Pasen y escuchen...


http://www.youtube.com/watch?v=_VEYn3bXz34