Soy muy intolerante con lo que me desagrada y también con
lo que me gusta si alguien me lo presenta como imposición, creo que lo adquirí
al nacer, cuando la obstetra, en lugar de convencerme por las buenas de que
respire, me obligó a hacerlo moliéndome a golpes. Era la costumbre de la época,
seguro me marcó, porque desde que tengo recuerdo no acepté órdenes, lo que me
trajo muchos problemas especialmente con mi padre, que tenía mi mismo carácter
podrido.
Detesto la cumbia, el cuarteto y el rap. Si un vecino
escucha esos ruidos molestos, le respondo con música a un volumen más alto y,
si me ocurre en un taxi, no puedo evitar protestar antes de ponerme auriculares
con mis canciones preferidas, en su mayoría tristes y dramáticas, a tal punto,
que una de mis mejores amigas me dijo
que cuando quiera suicidarse, si le falta coraje, le bastará con escucharlas
para tomar la decisión indeclinable. Si no fuera porque siento la libertad como
el bien más preciado, cuando pasa un automóvil con ese bochinche a unos
decibeles que me enfurecen, le pediría a un viejo amigo que colecciona armas,
una que tiene una mirilla con rayo láser para no errarle, no me perdonaría
destruir a un inocente, tengo un gran respeto por la vida.
Recibo las visitas de amigos, compañeros o conocidos con
gran complacencia, porque lo hacen porque si, porque quieren y me aprecian. En
cambio los parientes, que a mi pesar heredé, a excepción de mi querido hermano
político, me resulta una molestia. Nunca me aceptaron tal cual soy, ante sus
ojos de amas de casa perfectas y esposas tolerantes, soy un desastre. Pero
insisten en mantener el contacto porque nos une, no el afecto, sino un rollo de
ADN.
Cada vez que por causas de fuerza mayor, debo consultar a
un médico, voy preparada para contradecir y dar por terminada la entrevista de
malas maneras:
logran cambiar en un segundo mi habitual amabilidad. No
pasa lo mismo con mi psicoterapeuta, con quien las peleas son tan equitativas,
que le tengo cariño.
Soy amargada y pesimista, pero no me gusta andar por la
vida sembrando ortigas, por lo que desarrollé un gran sentido del humor, que
suele ser urticante.
Muchos dicen que de lo malo pudieron sacar algo bueno, yo
en cambio busco en lo bueno algo malo, y siempre lo encuentro. Hace un año, una
amiga, recurriendo a hábiles tretas que me impidieron rechazarlo, me trajo un
gatito abandonado. Es cariñoso, me brinda compañía, duerme en mi cama, me sigue
por toda la casa, de la que le quedan pocas cosas por destruir. Si no respondo
a sus demandas grita como torturado y, su medular curiosidad me desequilibra y
desespera. Esa linda y dulce bestia a la que adoro, hace mi vida miserable.
Buenísimooooo Mabel, cómo me divertí leyéndolo...
ResponderEliminarGracias Alicia, que bueno que te hayas divertido. Besos.
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